17/2/10

Individuo, colectividad y debate identitario

Contrariamente a lo que se nos quiere imponer como criterio de progresismo y modernidad, no creo que las personas organicen sus comunidades pensando en la territorialidad o en la identidad nacida de motivos históricos – sobre todo si éstos son buscados de manera discriminatoria -, sino más bien por necesidad de encontrar soluciones colectivas a los problemas a los que se enfrentan, incluido el del territorio entendido como espacio en el que desarrollarse. Las señas de la colectividad no se sustentan en principios míticos inamovibles; me inclino más por los racionales y afectivos, y tanto los unos como los otros van evolucionando como evolucionan las personas y la complejidad de las sociedades en las que se desenvuelven. Los partidarios del debate identitario, al contrario, buscan sustento a su argumentación en lo inamovible, en unas supuestas raíces que nos mantendrían anclados a la tierra de origen, también en nuestra manera de organizarnos colectivamente. No debemos olvidar sin embargo que cuanto más primitiva sea una sociedad, más encorsetados se hallarán sus miembros en el autoritarismo de sus normas. Comparten un destino común y cada uno de sus integrantes está llamado a cumplir con las funciones que le corresponden y de un modo predefinido. Si uno no reúne las aptitudes para ejercer satisfactoriamente su cometido o se distancia de sus obligaciones, será expulsado de la tribu. A menudo violentamente, como ocurría en la antigua Esparta. El siglo XX nos dejó también demasiados y trágicos ejemplos de ello, siempre en sociedades en las cuales predominaba la doctrina, en nombre de un pretendido bien colectivo, y se amparaban en argumentos tan poco racionales como el de pertenencia a una raza, a una religión o a una clase social para imponer un destino común y místico.

La sociedad europea del siglo XXI poco tiene que ver con la de la Edad Media, en la cual la mayoría de defensores de la identidad tienen puestos sus ojos y consideran su particular Ítaca, y por ello resultaría una regresión organizarla, en tanto que colectividad netamente diferenciada de la anterior, con parámetros de la época. En una sociedad laica, es decir desprovista de leyes concebidas al calor de dogmas religiosos, espirituales o, sencillamente, de matizaciones tipo “nosotros somos así”, cuyo fin es la justificación de excepciones que atentan contra las pautas democráticas, es preciso desarrollar y alentar la participación de todas las piezas que la componen en pro de integrar en lugar de segregar, sin perder de vista el sano ejercicio que consiste en revisar y actualizar permanentemente esas mismas reglas, normas o leyes con las que se vaya dotando.

Los afectos hacia los demás miembros de una familia son irracionales, pero si en el seno de la misma uno sufre maltratos o sencillamente ve sus derechos individuales conculcados porque forme parte del modo de ser de la familia, lo más lógico será que no acepte el modo colectivo de organizarse.

Quien haya residido largas temporadas en diferentes países habrá podido comprobar cómo su incorporación a colectividades de lo más variadas se verá facilitada cuanto más racional resulte el modo de organizarse de las mismas. Dudo mucho sin embargo que un español, en principio apto para integrarse en una sociedad como la mejicana, por motivos históricos, de lengua y de religión, verdaderas señas identitarias o de colectividad, logre adaptarse al modo de vida de Ciudad Juárez (a menos que se trate de un delincuente). A este mismo ciudadano, poco o nada preparado para desenvolverse en Tokyo (y no me refiero en calidad de turista), le resultará menos complicado adherirse al modo de organización social de esta ciudad, aun no compartiendo seña identitaria alguna con los japoneses.

(He escogido ejemplos extremos para ilustrar mejor mi argumentación teórica).

Un saludo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario